Sábado, Octubre 05, 2024
   
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'Dismorfofobia o complejo de Thersites'

En la actualidad el criterio básico, pero no único, en el diagnóstico de la dismorfofobia o trastorno dismórfico corporal, es que el individuo que lo padece está excesivamente preocupado por una imperfección o un defecto físico supuesto o real, en cuyo caso parece siempre sin importancia para otras personas. Este estigma, aunque no lo parezca, es más de naturaleza moral que física o estética y los que lo padecen llegan a convertirlo en el eje de su vida, llevándolos a crear conductas evitativas y al retraimiento, terminando por producirles siempre un deterioro a nivel físico, social y laboral.

Las preocupaciones se centran en las partes más visibles, sobre todo en la cara (manchas, boca, nariz, orejas, pelo, etc.) pero también en otras partes del cuerpo (mamas, genitales..). De forma muy frecuente pueden ser múltiples.
Suele aparecer casi siempre en la adolescencia y tiende a ser crónico. La prevalencia es igual en ambos sexos. Puede ir acompañado de otros trastornos, siendo el depresivo y el trastorno de personalidad los más frecuentes. En casos extremos puede llegar incluso al suicidio.

Por su clínica, actualmente es un trastorno que se clasifica y estudia en relación con el obsesivo-compulsivo, aunque se considera independiente a él.

Rasgos dismorfofóbicos, sin llegar a diagnosticarse una dismorfofobia propiamente dicha, pueden encontrarse también en sujetos con otros trastornos psiquiátricos como la anorexia nerviosa o la hipocondría (a la que antaño se ligó) pero hay claras diferencias, así en el primero la alteración de la propia imagen corporal, además de alcanzar un matiz distinto, no deja de ser un síntoma más del amplio cuadro clínico y en el caso de la hipocondría, en ésta la preocupación excesiva por el defecto real o supuesto queda justificada, más que por motivo de apariencia, por el miedo a enfermar.   

También hay que distinguir la dismorfofobia de otras situaciones no patológicas como puede ser la simple insatisfacción con la propia imagen, típica y frecuente en muchos adolescentes.

La dismorfofobia fue ampliamente descrita por el psiquiatra italiano Henry Morselli (1852-1929) en 1886, quien la bautizó así y la asoció a conductas obsesivo-compulsivas, como también lo hicieron otros autores como Emil Kraepelin (1856-1926) o Sigmund Freud (1856-1939). En la obra de este último, se hace referencia a la dismorfofobia en el caso del “Hombre de los lobos”, que es, dicho de paso, la obra de la que más se ha escrito en la historia del psicoanálisis. Posteriormente Hermann Stutte (1909-1982) acuñó en 1962 el término de “complejo de Thersites”, con el que también se conoce el trastorno, haciendo referencia al feísimo guerrero mitológico que describe Homero en la iIíada y al que da muerte Aquiles.

Hoy por hoy, la etiología sigue siendo desconocida, aunque hay teorías en el campo de la neurobiología que ligan el trastorno a una alteración de la sensopercepción óptica con base neurológica. Para explicar su génesis también podríamos recurrir una vez más a la ontología, implicando a las “engañosas ventanas de los sentidos” que, como decía Descartes (1596-1650), separan al sujeto (res cogitans) encerrado en el cuerpo (res extensa). Pero si seguimos hablando de filosofía, es la fenomenología la que nos lleva a profundizar en el significado de este trastorno y mejor aún el pensamiento existencialista de Jean-Paul Sartre (1905-1980), basado en su premisa de que el ser humano ha destruido una y otra vez la objetividad de una cosa (que es básicamente igual pese al paso del tiempo), aplicando así constantemente a los objetos significados extraños a ellos hasta el punto que aquél acaba por confundir el objeto real con el significado que le aplica. Así, a modo de ejemplo y ya no referido a lo corporal, decía el filósofo, vemos una maraña de cartón y lino con unos garabatos y lo convertimos automáticamente en un libro. Para Sartre, la mirada del otro siempre termina produciendo alienación, y si lo aplicamos al caso del dismorfofóbico, este fenómeno alcanzaría un grado patológico significativo, viviendo constantemente y de forma más temerosa aún la mirada dirigida y centrada en ese “defecto”, que vulnera una y otra vez su corporalidad, destruyendo en definitiva su tranquilidad y su silencio, exponiendo esa su “insatisfecha intimidad” ante los demás y ante sí mismo.

De ello se deduce que la acción de un médico y más concretamente de un cirujano estético o un dermatólogo (ya que son los profesionales a los que acuden más estos pacientes) que, gracias a su experiencia profesional, intuye estar ante un dismorfofóbico y no ante un paciente con un problema estético más o menos evidente, en vez de prestar toda su atención a tal “defecto” (objeto) planificando la intervención quirúrgica, intenta hábilmente encaminarlo y remitirlo al psiquiatra quien centrará su estudio “buceando” en ese “sentir estigmatizado del paciente”, que es donde reside el verdadero problema. El psiquiatra certificará su conclusión en un documento que remitirá de nuevo al cirujano, quien, aunque tenga firmado el consentimiento informado del paciente, será el que decida ya practicar o no la intervención.

Se sabe que, en definitiva, este procedimiento ha disminuido la frecuencia de querellas por mala praxis o demandas civiles a las que están sometidos profesionales que operan una y otra vez a un singular paciente, que a su vez le exige una precisión más milimétrica en sus resultados y que encima nunca acaba satisfecho. Igualmente, con ello han disminuido otras dos complicaciones frecuentes y que no se pueden pasar por alto, una, los litigios con agresiones físicas a estos médicos y dos, el índice de suicidios de los pacientes graves cada vez más disconformes con los resultados.

También puede precisarse la valoración psiquiátrica por sospecha de dismorfofobia, cuando tras accidentes que dejaron atrás secuelas de cicatrices mínimas y poco apreciables, los pacientes vuelven a solicitar revaloraciones médicas para tratamientos “estéticos” más que para indemnizaciones que, a diferencia de otros cuadros (simuladores o rentistas), siempre quedan en un segundo plano.

A modo de conclusión, recordar que a nivel legal y atendiendo a criterios generales de funcionalidad, la dismorfofobia puede originar situaciones de discapacidad grave, sobre todo psíquica pero también física, y es que realmente el paciente puede acabar “hecho un cromo” de tanto pasar por el quirófano.

 

'La carga humana de ser dueño de mis actos'

“La conciencia habla única y constantemente en la modalidad del silencio”. Martin Heidegger (1889-1976)

La conciencia es la principal de todas las funciones neuro-psíquicas, ya que supone la unidad de encendido energético del cerebro, la luz, siendo por tanto básica para el funcionamiento de las todas las demás (memoria, atención, orientación, etc.).  La conciencia así entendida, tiene su ubicación a nivel centroencefálico, en el tallo cerebral, concretamente en una zona conocida como la Sustancia Reticular Ascendente. Biológicamente tiene una función rítmica, alcanzando un nivel (“nivel de conciencia”) que fisiológicamente fluctúa entre la vigilia y el sueño.

Ese concepto de conciencia es diferente de lo que conocemos como conciencia del Yo, más profundo y siempre enigmático, que requiere previamente la integración de todas las actividades perceptivas (externas e internas), intelectuales y motoras que puede tener un ser vivo. Esta estructura de función de funciones, como dijo el psiquiatra fenomenológico Jean Sutter (1911-1998), requiere más complejidad en un sistema nervioso y permite además que el ser que la posea sepa que es uno concreto y diferente tanto entre los suyos como de su entorno. El término aquí aceptaría igualmente la ese, consciencia, como así compruebo en el diccionario de nuestra Real Academia. Históricamente su sustrato anatómico siempre se atribuyó también al Reticular, pasando posteriormente a postularse su ubicación en la corteza del cerebro (córtex), ya que es la parte más integradora del mismo. En la conocida como Declaración de Cambridge sobre la conciencia (2012), un grupo de destacados y eminentes científicos concluyeron definitivamente que los animales tienen este tipo de conciencia, confirmando lo que ya intuyó Avicena (980-1037) muchos años antes.

Dando un paso más, lo que esta función de funciones tiene de exclusiva en el caso del ser humano es que además le permite captarse a sí mismo (“soy consciente de ser consciente”), el Yo pienso de Descartes (1596-1650), pasando por tanto, de ser una conciencia pre-reflexiva animal a una reflexiva, producto de un grado de organización todavía más complejo que la primera, y que va a propiciar, además de vivir como un uno, profundizar en sí mismo (autoconocerse) y proyectarse hacia afuera, poniéndose más enfrente de su vivir (autodirigirse y autocontrolarse). Esto es lo que fundamentalmente nos hace ser diferentes a otros seres vivos y lo que explica, entre otras cosas, que el hombre se pueda cuestionar temas transcendentes como su origen, el sentido de la vida o incluso la divinidad y la existencia del más allá.

La conciencia reflexiva también tiene su sustrato neuro-anatómico a nivel cortical (en el neo-córtex) y es que no puede ser de otra forma, pues es la zona más evolucionada de nuestro sistema nervioso. Francis Crick (1916-2004), más conocido por recibir el premio Nobel de Medicina en 1962, compartido con James Watson, por el descubrimiento de la estructura del ADN, dedicó los últimos años de su vida profesional, entonces con Cristof Koch, a estudiar algo todavía más difícil como la localización cerebral de la conciencia humana, postulando que la conciencia reflexiva se genera desde la parte posterior de nuestro córtex cerebral, llegando a alcanzar el lóbulo frontal enlazando en su recorrido distintos grupos neuronales de distintas áreas agrupados en forma de nodos. De esta forma, siguiendo el modelo de Crick, podríamos pensar que anomalías existentes en alguna de estas estructuras darían argumento a la alteración de la conciencia “reflexiva” del sujeto que las padece y por tanto justificar su conducta patológica, muchas veces monstruosa, ésa a la que de forma racional nunca le podemos dar explicación.

En condiciones normales la conciencia reflexiva que, repito, sólo es propia del ser humano, amplía constantemente su conocimiento y eso se traduce en más libertad para actuar. Esta libertad es también para toda su existencia, estando, como decía Sartre (1905-1980), “condenados a ser libres”, lo que representa ese doble filo con el que encabezo este artículo: la carga humana de ser dueño de mis actos.

Conscientes por un lado de esta realidad interior y por otro, de la existencia de una norma jurídica entendida ésta como “prescripción dirigida a la ordenación del comportamiento humano prescrita por una autoridad y cuyo incumplimiento puede llevar a una sanción”, no tenemos en principio excusa alguna para proceder a su incumplimiento.

 

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