Viernes, Marzo 29, 2024
   
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Celos patológicos

Podemos entender “celo” como “sospecha, inquietud o desconfianza de que la persona amada haya mudado o mude su cariño poniéndolo en otra”. A nivel de pareja, en la práctica, esto se traduce a la idea de que el compañero sexual es infiel. El celo, que siempre surge como una idea natural hasta cierto punto adaptativa, se cree que es más frecuente en el hombre debido también a su mayor condicionamiento biológico por la posesión, y puede llegar a mostrarse, ahí el problema, de una forma patológica, esto es, como una idea fija, como una idea obsesiva, o lo que es peor, como una idea delirante.

Hablamos de una idea fija falsa o errónea de celos, cuando el paciente tiene una idea impuesta con ese contenido, que se le ha metido en la cabeza en un momento determinado, por una vivencia o no, al igual que se nos puede fijar canturrear de forma cansina una melodía, habiéndola o no escuchado hace poco. A esta idea, bajo razonamiento, el paciente puede desterrarla totalmente y además no sufre por ella, siendo plenamente consciente de su absurdidad. En la idea fija, lo “patológico” (entrecomillado por lo light) es la imposición.

La siguiente, la idea obsesiva de celos, es aquella también impuesta, absurda e irracional, pero, como dijo Henri Ey (1900-1977), en forma de “intrusión parasitaria con tendencia a la repetición y que a su vez puede escapar al control del Yo, convirtiéndose en forma de duda”, y por tanto el paciente intenta luchar contra ella, dominarla, una riña muy igualada, sin ganador definitivo, produciendo por ello un sufrimiento significativo, un desgaste y una tensión constante en el sujeto. El paciente con una idea obsesiva de celos, la reconoce como tal pero carece de un mecanismo eficaz para fulminarla, ahí el problema. El celoso obsesivo, preso de esa duda angustiosa y atormentante, intenta o bien mirar inútilmente hacia otro lado, o enfrentarse al estímulo directo o indirecto que le aclare por medio de pruebas, compulsivamente buscadas, eso que tanto le hace sufrir. La comprobación es su condena. Como defensa, se quiere distraer a toda costa, disimula; si no tiene más remedio, es capaz de estar u oír hablar de su rival, minimiza, intenta darle poca importancia, como si nada, hace de actor pero realmente eso no es nada más que otra máscara que oculta su angustiante realidad. Puede llegar a sufrir mucho, lo indecible.

En el caso de las ideas delirantes de celos, el paciente está clara y firmemente convencido de tal infidelidad, se aferra a ella como una verdad irrefutable y por tanto no necesita prueba alguna, ¿para qué? Como dijo el eminente Eugen Bleuler (1857-1939): “es la certeza delirante la que hace no sentir la necesidad de confrontar la convicción con la realidad”. La idea delirante es una idea totalmente irrebatible por argumentación lógica, como recordaba Vallejo Nájera (1989-1960) en ese manual que tanto me enganchó, y como tal, existe una ruptura con la realidad (etimológicamente delirar significa “salirse del surco”). El delirio celotípico junto con el delirio erotomaníaco (que es el de ser amado), configuran el grupo de los llamados delirios pasionales y a los que la literatura también ha dedicado muchas páginas; al respecto y como curiosidad, comentar que al delirio celotípico, se le conoce también como síndrome de Otelo en alusión a la causa por la que el personaje de Shakespeare da muerte a su amada Desdémona.

Si interesante es el estudio del comportamiento de un paciente que sufre celos patológicos, tampoco lo es menos el análisis de su pareja (o incluso del supuesto amante), más descuidados a nivel académico, aunque no así hoy día gracias al auge de la victimología. La práctica clínica también aporta mucho sobre los sentimientos y la conducta de ese personaje sufridor, de ese actor o actriz secundarios (o no tan en segundo plano) que es siempre víctima. Estar al lado de un paciente con celos puede llegar a miedo, angustia, constante disimulo, alerta incesante, anticipación y todo lo que queramos llamarle. Recuerdo a la pareja de un paciente celoso que rezaba para no encontrarse paseando por la calle con un conocido y tener que saludarlo, ello era un conflicto violento asegurado al llegar a casa. La pareja de una persona que sufre celos patológicos siempre termina siendo víctima, como poco de maltrato psíquico, y siempre va a echar en falta apoyo psicológico. Siempre.

 

Si hablamos en conjunto de trastornos obsesivos y de trastornos delirantes, han sido precisamente los de tipo celotípico los que, sin ser los más frecuentes dentro cada uno de su respectivo grupo (por ejemplo, el delirio persecutorio es más frecuente que el de celos), siempre han presentado especial interés a nivel legal y ahora incluso todavía más con ese campo tan de actualidad como es la violencia de género: discusiones, insultos, amenazas de muerte, partes de lesiones de por medio y por supuesto homicidios y asesinatos. En caso de delito por celos, es clave la valoración de la imputabilidad y sabemos que, “para modificar la imputabilidad del sujeto, el trastorno debe incidir profundamente, o al menos sensiblemente, en las estructuras mentales y volitivas del mismo”. Siguiendo esta directriz, en los trastornos obsesivos por lo general y siempre que no vayan acompañados de otros trastornos de mayor entidad, en cuyos casos sí cabría pensar en una atenuación de la responsabilidad, la imputabilidad se apoya en que el sujeto afectado conserva un conjunto de salud mental y ello le permite apreciar el valor moral de los actos que ejecuta, conservando tanto las facultades de deliberación (de adoptar una decisión determinada tras valorar pros y contras relevantes) así como la de resolución; todo lo contrario, como así nos podemos figurar, en el caso del delirio,  donde esas facultades están muy comprometidas debido a la afectación profunda del Yo.  En la práctica, claro, el tema no es tan fácil y se puede complicar más porque en ocasiones la idea obsesiva de celos que forma el núcleo de un trastorno obsesivo de extrema gravedad, puede adquirir ya el barniz de una idea delirante y es que recordemos, para autores como Donald W. Winnicott (1896-1971) no hay una frontera entre esos dos mundos sino un “espacio transicional”.  Por ello, la postura que en general se acepta ahora es que más que una etiqueta diagnóstica, que como vemos se puede entender en revisión conceptual permanente, lo trascendente en materia legal para la valoración de la imputabilidad en un delito por celos es evaluar la incidencia real del estado del sujeto sobre su psiquismo. El Tribunal Supremo, como así dictan numerosas sentencias, rechaza los celos no patológicos como atenuante de violencia de género.

Para completar este artículo, comentar que al celoso obsesivo y al celoso delirante se tratan de forma diferente. El primero se beneficia sin duda de la psicoterapia y se le prescriben, si así también están indicados, fármacos de acción antiobsesiva como la que tienen algunos antidepresivos.

El tratamiento del delirio de celos es muy distinto. En este caso la psicoterapia, entendida como tratamiento curativo, hace poco o nada y, en caso de indicarse, puede entenderse para paliar, atenuar o controlar situaciones y consecuencias. Son fundamentalmente los llamados neurolépticos, los fármacos indicados para tratar este trastorno, admitiendo sus limitaciones en el caso de los delirios crónicos. Por último, no debemos obviar que el delirio de celos puede ser también secundario a otro trastorno como puede ser una toxicomanía, una demencia, o al alcoholismo crónico (la celotipia alcohólica es muy frecuente); en estos casos el tratamiento etiológico, de la causa, es también fundamental.

 

'Bajas por depresión'

“Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad”
Poeta en Nueva York.  FGL

El hecho de que un trastorno psiquiátrico sea en general menos objetivo que otro de tipo físico, siempre se prestó a interpretaciones diversas y a miradas de reojo cuando, por ejemplo, un paciente presentaba en su empresa un documento de baja laboral con el diagnóstico de “depresión”; interpretaciones, digo que, si persisten hoy en día, siempre van a tener origen precisamente en el desconocimiento real de cómo se procede ahora a ese diagnóstico.

Es cierto que, hasta la exigencia de un código numérico del trastorno por el que se extiende un parte de baja, que actualmente está basado en la ICD-10 y también, si hablamos ya de trastornos mentales, en el DSM-5, poner “depresión” era una ambigüedad, algo así como un fondo de saco en el que se metían diversos cuadros, cuyo común denominador era la sintomatología afectiva… o a veces no, de forma que, efectivamente aprovechando aquella subjetividad, también algún que otro pícaro docto con mala praxis pudo plasmar un amigable ansiado diagnóstico y a ver quién le discutía.

Hoy definimos como trastornos depresivos, aquellos que se caracterizan por la “presencia de un ánimo triste, vacío o irritable, acompañado de cambios somáticos y cognitivos que afectan a la capacidad funcional del individuo”. Entre éstos se diferencian por la duración, la presentación temporal o la supuesta etiología. No es pretensión mía disertar una lección de los mismos en esta columna, pero sí quiero nombrarlos: trastorno de depresión mayor, trastorno depresivo persistente o distímia, trastorno depresivo inducido por una sustancia, trastorno depresivo debido a otra afección médica, trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo, trastorno disfórico premenstrual, otro trastorno depresivo especificado y otro trastorno depresivo no especificado. No incluyo en ellos el episodio depresivo del Trastorno bipolar, pues en los manuales recientes se considera éste como una entidad diagnóstica independiente, ni tampoco incluyo el ánimo depresivo que puede acompañar a un trastorno de adaptación, hecho que no excluye que me refiera también a ellos. Contemplando ese abanico, ya se puede figurar el lector que, también para el diagnóstico de un trastorno depresivo, se precisan una serie de criterios propios, requisitos para plasmar uno u otro en la correspondiente casilla de un documento oficial como es una baja médica. El afinamiento diagnóstico puede ser todavía más, así, en el trastorno depresivo mayor, el procedimiento de codificación y registro numérico se completa concretando si se trata de un episodio único o recurrente, la gravedad actual, la presencia o no de características psicóticas, el estado de remisión, etc.

Si se trata de cuadros psicopatológicos a partir de cierta gravedad, créanme que un trastorno depresivo es algo muy serio y el que sabe más de cómo se encuentra es sin duda él, el paciente que lo sufre, más incluso que el médico, que pese a su estudio sólo alcanza a asomarse al abismo en el que está sumergida la desafortunada persona. También, no me olvido, los familiares, todos ellos sufren la enfermedad y es precisamente otra vez la subjetividad y la incomprensión del trastorno, los factores que llevan como respuesta desesperada al auxilio, a decir frases como la famosa “pon de tu parte”, tan buena consejera en general como desafortunada para estos casos: es el paciente el primero que quiere “poner de su parte” pero ni eso puede hacer, siendo cada vez más consciente de que no le comprenden, lo que a su vez lo hunde más y más.
Si hablamos de trastorno depresivo mayor, de cifras, se acepta que la prevalencia es aproximadamente de un 7%, siendo entre los sujetos de 18 a 29 años tres veces mayor que en la de pacientes de 60 años o más; por sexos, la prevalencia en las mujeres es de 1´5 a 3 veces mayor que la de los hombres.

Sufrir en general un trastorno depresivo, sea el tipo que fuere, lleva a una serie de consecuencias funcionales, a un deterioro que lógicamente también salpica a su vida laboral y ya no solo por el absentismo que puede provocar el trastorno en sí, es que además, se sabe que los pacientes con un cuadro depresivo son más propensos a comorbilidad psiquiátrica (trastornos relacionados con sustancias, trastorno de pánico, etc.), al dolor, o a padecer más enfermedades físicas, situaciones que pueden también explicar, de forma real, las bajas laborales por otros motivos no menos justificados.

Considerando todos los trastornos depresivos, éstos son causa de la mayoría de bajas laborales en nuestro país y son en conjunto, ojo, una de las principales causas de discapacidad laboral en el mundo; la O.M.S. es más tajante y pondera la depresión como la primera causa de discapacidad a nivel mundial.

Debo añadir, centrado en mi experiencia, que igual que hubo, hay y siempre habrá pacientes simuladores o con cuadros afectivos leves que pretenden obtener una baja laboral con un fin concreto, o en otro polo, pacientes muy graves que asumen obviamente y sin más remedio la baja, también existen enfermos disimuladores (los que teniendo el cuadro no quieren que los descubramos) o con más frecuencia, pacientes con consciente gravedad que pretenden que no se la firmemos arrastrados por diferentes motivaciones, como puede ser la sombra de perder ese empleo tan necesario o prejuicios familiares, sociales o de otra índole y que, para hacerlos entrar en razón, precisan que les recordemos, aunque legos en materia, los derechos básicos que tendrían como trabajador en baja, referente tanto a compensación económica (pese al apretado Real Decreto vigente con referencia a los primeros veintiún días) como a no ser despedidos por estar en esas circunstancias. Dentro de los prejuicios sociales es muy frecuente también la reclusión por la conducta evitativa de salir a la calle, y no me refiero al enclaustramiento que le provoca el trastorno de por sí, sino a la que tiene como base el temor del paciente por ser visto paseando, comprando, o haciendo como si se divirtiese, por parte de un compañero de trabajo o incluso peor, por uno de sus jefes, interpretando el pensamiento ajeno de qué se les pasará por la cabeza. La baja laboral por un trastorno depresivo es de entrada, eso, una incapacidad puntual para desempeñar su trabajo habitual debido al estado patológico, pero no excluye que, si es que puede, intente hacer otras actividades cotidianas, lo vea quien lo vea y piensen lo que piensen. Sí, es cierto que el paciente que está depresivo lo está en todos los escenarios de su vida, pero ahí está, las exigencias de unos u otros medios son totalmente distintas, lo que justifica claramente esa discordancia de aptitud. Por último, comentar que la seriedad de una baja laboral por trastorno depresivo, es una contingencia común que no se pasa tampoco por alto en el caso de que el paciente pertenezca a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado; en estos casos, al tratarse de una baja psicológica, y como nos podemos figurar, están obligados a depositar el arma propia en el momento de su efecto.

 

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