Simplificar la psicosis
Con la psicosis el sujeto pierde el contacto íntegro con la realidad, con el mundo exterior a él, con el “mundo común” de Heráclito, siendo forzado por medio de un grave trastorno a adentrarse en la intimidad de su mundo subjetivado, territorio por el que ya nos sumergimos diariamente, de una forma distinta y fisiológicamente pactada, con el sueño.
La etiología de la psicosis es múltiple, y en base a ello hablamos de psicosis endógena, esencial o constitucional, cuando la causa surge desde lo más íntimo y desconocido del cerebro, y de psicosis exógena cuando el cuadro está provocado por un trastorno orgánico en el propio cerebro, en otro órgano que secundariamente afecte a aquél, o por un agente externo al cuerpo (como puede ser el consumo de determinadas drogas).
A pesar de la complejidad implícita en todo lo referente al mundo de la psicosis y de admitir que estamos ante un laberíntico cuadro, existen posturas de cercenamiento de distinto grado en estos trastornos, unas teóricas, como las surgidas desde la propia Psiquiatría con la finalidad, por ejemplo, de buscar un nexo común para todas las psicosis, y otras de magnitud como las surgidas desde el Derecho, en uso y muy efectivas, que buscan sobre todo practicidad a la hora de valorar estos trastornos en una determinada situación con trascendencia legal.
Bartolomé Llopis Lloret (1905-1966), natural de Villajoyosa, sin duda uno de los tres psiquiatras españoles que más proyección internacional han tenido en el campo de las psicosis, además de J.J. López Ibor (1908-1991) y de Ramón Sarró (1900-1993), basándose en sus propios estudios en la postguerra sobre las complicaciones mentales de la epidemia de pelagra (enfermedad producida por una falta de niacina o vitamina B3), defendió a lo largo de su vida profesional que, prescindiendo de consideraciones etiológicas, existe un “síndrome axil común” a todas las psicosis, en resumen, una “psicosis única”, y que está producida en definitiva por una alteración de grado en el nivel de conciencia, configurando así las típicas manifestaciones en el pensamiento (delirios..), en la sensopercepción (alucinaciones..), y en otras áreas de la psicopatología. Todo ello vendría a confirmar lo que dijo Heinrich Neumann (1814-1884): “la locura no tiene diferentes formas sino diferentes estadios”.
Se comulgue o no con el pensamiento de Llopis, la “teoría unitaria” como postura de reducción “simplista” en el campo de la patogenia de las psicosis, hay que admitir que existe hoy cierta tendencia de “restricción” de estos trastornos, como ocurre por ejemplo, a nivel diagnóstico; a modo de detalle, basta repasar el actual DSM-5 para ver que los subtipos de un trastorno psicótico como es la esquizofrenia, a los que tanta importancia se les daba en ediciones anteriores y que hacían un poco más afinada la codificación diagnóstica, hayan desaparecido como tales. ¿Podría ser ello también un principio?
Comentar que, también en esta línea, muchos psiquiatras, tanto clásicos (Guislan, Griesinger, Henry Ey, etc.), como contemporáneos (Berrios, Tim Crow, etc.) no han descartado el hecho de que, ya no la psicosis, sino todas las enfermedades mentales propiamente dichas, no sean más que formas o grados de un mismo fenómeno patológico. En Psicología, esta corriente igualmente tuvo y tiene defensores como Eysenck (1916-1997) y Gordon Claridge, respectivamente.
Como arriba cité, otra manera de reducir la compleja psicosis y de una forma todavía más “condensada” es lo que sucede en el ámbito del Derecho. En Derecho Penal, la valoración de la capacidad de autodeterminación, o de la capacidad de obrar a nivel de Derecho Civil, suponen en sí mismo una simplicidad reductiva de una enorme practicidad jurídica ante la valoración de una situación o de un acto donde hay que considerar un trastorno mental tan grave como es el trastorno psicótico, ya que el juez, basándose en ello y apoyándose en un informe médico pericial, que debe ser claro, preciso, completo y razonado, va a apreciar si las facultades de conocimiento y de voluntad en el sujeto estaban o no mermadas en el momento ilícito, independientemente de que lo hubieran estado anteriormente o lo estén post-facto.
Gracias a esa práctica reducción, se evita la vinculación del jurista a los términos psiquiátricos, que supondrían introducirle en un mundo confuso para él (lo mismo que el jurídico para un médico) y en realidad sin ningún interés en su práctica, pues el diagnóstico solo le interesa por los efectos que sobre la conducta humana tiene una calificación clínica.
Síndrome de Clérambault
La idea delirante se puede definir como una idea patológica, falsa e irreductible pese toda la argumentación lógica y objetiva que le podamos o pudiésemos dar al paciente que la sufre. Esta idea, única o múltiple, es la base del Trastorno delirante.
Además de definir el Trastorno delirante, la edición vigente del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5), especifica distintos tipos dentro del citado trastorno y entre éstos habla del Tipo erotomaníaco, refiriéndose a cuando el tema central del delirio que tiene el paciente es que otra persona está enamorada él.
El Trastorno delirante erotomaníaco es conocido también como síndrome de Clérambault en honor a este psiquiatra francés (1872-1934) que publicó un profundo y exhaustivo estudio acerca del mismo dentro de su famoso libro Las Psicosis Pasionales (1921), refiriéndose además en él al delirio de celos, que ya abordé en un artículo publicado aquí con el título de Celos patológicos. Aprovecho la ocasión para mostrar mi absoluta admiración por aquellos tratados de tan riqueza descriptiva sobre los trastornos mentales y cuya lectura es de gran ayuda para entenderlos, o por lo menos, acercarse a ellos. La literatura psiquiátrica, créanme, es muy apasionante.
En la consulta, si el paciente acude por otra clínica distinta (hipomanía, depresión, etc), se llega además al citado diagnóstico indagando tras escuchar un ambiguo y raro relato referido a cierta “relación amorosa”. Como sabemos, en medicina se dice que “sólo se diagnostica lo que se sabe” y este caso, a quién no conozca el síndrome o no se acuerde de él, le pasará desapercibido.
La persona, que el paciente con el delirio cree estar enamorada de él, es frecuentemente de un estatus superior al suyo, suele ser cercana o de su entorno (con trato o no), pero puede ser también distante: un personaje del mundo de la radio, de la televisión, de revistas del corazón, etc. Al preguntarles a estos pacientes que por qué están seguros de tal enamoramiento, dan unos argumentos sistematizados y con una construcción aparentemente lógica, pero basados en unas percepciones reales delirantemente interpretadas (que son las que forman el núcleo patológico de su idea), como determinados movimientos o posturas, una sonrisa, o palabras sacadas de contexto; otras veces falta incluso esa percepción real, partiendo todo de una ilusión delirante. Sólo el trato y el estudio siguiente irán mostrando el “carácter paranoico” que los perfila: desconfianza, orgullo, agresividad, rigidez psíquica, etc.
El síndrome de Clérambault es más frecuente en mujeres, sobre todo a partir de la cuarta década de la vida y más común cuando existe el factor castidad. Si el curso del trastorno es continuo en el tiempo y no episódico, entrando así ya en el campo de los delirios crónicos, se observa muy bien el patrón fásico que caracteriza su curso.
El síndrome de Clérambault evoluciona en tres fases: esperanza, despecho y fase de rencor. En la fase de esperanza, los gestos o las cortesías realizadas por parte de una persona son interpretadas delirantemente por el paciente como manifestaciones “seguras e inequívocas” de enamoramiento por parte de aquélla. Paralelamente, el paciente corresponde a ese amor de forma expectante y esperanzada, que a su vez se va nutriendo por fantasías sentimentales y eróticas añadidas, configurando un auténtico “romance delirante”; esta fase se suele vivir al principio con recogimiento, como en secreto y ocasionalmente puede revelarse a personas de mucha confianza.
También pueden aparecer cambios comportamentales en el paciente, como en su forma de vestir, frecuentar más los sitios donde encontrar a esa persona “enamorada”, etc. En la segunda, la fase de despecho , el paciente muy suspicaz, interpreta que hay personas que se están “interponiendo maliciosamente” en la “relación” con el fin de frustrar su amor; piensan que amigos, vecinos, u otros, movidos sobre todo por la envidia, pueden acabar con esa aventura. La última, la fase de rencor, y como así nos podemos figurar, es sin duda la de más trascendencia en psiquiatría legal, incluso por su potencial valor criminológico; en ella el paciente es consciente de la “ruptura” y admite el fracaso inequívocamente por culpa de aquéllos, punto de partida que le puede llevar a tramar venganza, programando y realizando actos agresivos contra todas las personas que, interpreta, se han interpuesto en la que podría haber sido una “buena relación” y con un “buen partido”, lo que puede acabar en graves consecuencias.
En esta última fase, el paciente puede llegar a la consulta por dos motivos, el primero porque ya haya sido realmente amenazado o incluso denunciado por esas terceras personas y como consecuencia, ahora ya con razón, se sienta una vez más víctima de ellas; el segundo motivo, por la heteroagresividad absurda y con poco fundamento en su comportamiento, ésta ya referida por los familiares o personas cercanas que lo acompañan a la entrevista.
En general, el interés psiquiátrico-forense de este síndrome se basa en estudiar y buscar si la actuación, las conductas y el modo de comportarse de la persona que padece el trastorno, se llevan a cabo de acuerdo con su delirio, de su propia “realidad patológica”, siendo ello la causa de infringir el conjunto de normas o leyes.
En referencia a ello y como sabemos, en Derecho se consagra el principio de la existencia de la “autodeterminación”, ésta vinculada a la integridad de las facultades de conocimiento y de voluntad por parte de un individuo, y por tanto la imputabilidad que se le pudiera atribuir al sujeto en cuestión, va siempre en función de la entidad de la merma que éste experimente en las nombradas facultades intelectivas y volitivas, y en definitiva, en esa capacidad de autodeterminación. Por ello, en los casos confirmados de síndrome de Clérambault, el Tribunal admite que los actos de estos pacientes no deben ser considerados como actos realizados en libertad, “por la profunda alteración cognitiva que suponen y el condicionamiento patológico implícito de ellos”.
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