Jueves, Marzo 28, 2024
   
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Sobre la peligrosidad

Fue en el Congreso Penitenciario Internacional de Praga, allá en 1930, donde se concluyó que resultaba indispensable completar el sistema de penas con un sistema de medidas de seguridad para garantizar la defensa de la sociedad cuando la pena fuera inaplicable o insuficiente. Desde entonces y en base a ello, tomó auge el concepto de peligrosidad en el Derecho y no solo en el campo de lo inimputable, sino también en el terreno de la imputabilidad.

Como sabemos, peligrosidad no es un término exclusivamente jurídico, lo excede, pero si nos referimos a este ámbito concreto, han sido varias las definiciones que ha recibido, así, Jiménez de Asúa (1889-1970) definió ya la peligrosidad como la probabilidad manifiesta de que un sujeto se convirtiera en autor de delitos o cometiera nuevas infracciones y Rodríguez Devesa (1916-1987), más breve, dijo que la peligrosidad consistía en la elevada probabilidad de delinquir en el futuro.

La importancia de la valoración jurídica de la peligrosidad radica en que ésta va a ser el fundamento previo o la base donde se van a aplicar las medidas de seguridad oportunas en relación a esa previsión de realización de nuevas conductas también descritas en la norma como hechos delictivos. Las medidas de seguridad en nuestro país son unas medidas post-delictuales; las pre-delictuales (Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, etc.) fueron abolidas en 1978 porque se entendió que vulneraban el derecho a la libertad, entre otros derechos fundamentales.

Clásicamente ya se distinguió una peligrosidad social y, en otro extremo, una peligrosidad criminal; la primera referida a la eventualidad de que un individuo fuera o llegase a ser un marginado, parásito o molesto para la convivencia social, y como peligrosidad criminal haciendo referencia a la de que el sujeto cometiera un delito de gravedad o siguiese igualmente una vida delincuencial. Al ser la última de más transcendencia penal, en materia legal el término peligrosidad quedó ligado a ésta.

Cuando nos referimos a peligrosidad estamos haciendo referencia pues a una probabilidad, a una categoría, mientras que si hablamos de estado peligroso nos referimos a una concreta circunstancia del sujeto. Como ya han hicieron otros autores por motivos prácticos, voy a referirme de forma indistinta a esos dos conceptos, siendo consciente de ambos matices.

Lejos de lo obvio, en caso de tener que realizarse una valoración jurídica de la peligrosidad, se necesita la especial aportación de la valoración psiquiátrico-legal al respecto. Para ello, ya en campo médico, se requiere primero buscar la existencia de un diagnóstico al que se debe llegar con una completa anamnesis, incluyendo una minuciosa exploración psicopatológica, siempre complementada con los instrumentos específicos para esa valoración y en los que el examinador tenga experiencia (VRAG, ICT, etc.), sin faltar también con ellos los de personalidad, siendo entre éstos muy extendido el uso del Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota  (MMPI); segundo, si hubiera un diagnóstico, o como contempla el DSM-5, otros problemas que pudieran ser objeto de atención clínica, se debe emitir el consecuente pronóstico. Ambos, diagnóstico y pronóstico, llegarán al juzgador, entre otras aportaciones, para el ulterior juicio de peligrosidad. Comentar que en esta tarea, el pronóstico del trastorno mental pasa a ser la parte más importante de lo que vamos a aportar en la historia clínica psiquiátrica y por ello el médico debe poner todo su empeño juntando pericia (que significa sabiduría, práctica, experiencia y habilidad), además de sentido común.

Estamos acostumbrados a leer u oír en las noticias que algunos presos, una vez cumplidas sus condenas, reinciden en actos delictivos incluso más atroces que los que le llevaron al penal, o reos que por su “buen comportamiento” allí observado les han reducido la pena y al salir han vuelto a delinquir igualmente. En algunos de estos casos, no digo en todos, pudo faltar una correcta evaluación de la peligrosidad.

Debe quedar claro que la peligrosidad no implica siempre tener un trastorno mental concreto, y viceversa: haber sido diagnosticado de un trastorno mental no indica necesariamente peligrosidad. Sí es cierto que hay trastornos mentales específicos en los que se debe evaluar la existencia de peligrosidad extrema y, como sabemos, el estado de enajenación por excelencia es, en psiquiatría, la psicosis. En la ruptura del paciente con la realidad, en ese mundo de delirios y alucinaciones, puede haber efectivamente significativa peligrosidad, y un criterio de ingreso hospitalario del paciente es precisamente su existencia; además recordar que la peligrosidad es inexcusablemente de nuevo valorada a la hora de proceder al alta hospitalaria de ese paciente. Hay otros trastornos mentales donde puede haber peligrosidad de una forma más o menos grave y sin estar en aquel estado de desconexión mantenida con el mundo, así, en pacientes con determinados tipos de epilepsia puede haber un comportamiento, incluso breve, que conlleve peligrosidad por una alteración del estado de conciencia. Peligrosidad también puede aparecer en la debilidad mental asociada a un gran componente desinhibitorio, o peligrosidad puede existir en relación a determinados estados de alcoholismo e intoxicación por uso de sustancias psicoactivas o incluso en estados de deprivación de las mismas con abstinencia (en los primeros por efecto propio del tóxico y en los segundos por la ansiedad extrema en conseguir la droga por encima de todo). Tampoco se deben obviar otros trastornos mentales orgánicos como génesis de la peligrosidad, un tumor cerebral determinado podría ser también la causa etiológica. Son muchos más los ejemplos.

Los trastornos de personalidad con respecto a la peligrosidad merecen quizás trato aparte, debido precisamente a su elevada frecuencia de asociación. Entendiendo la personalidad como un conjunto de rasgos, se puede llegar a un estado en que éstos configuren un patrón deteriorante, permanente y persistente de experiencia interna y de comportamiento que se aparte acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto, dando lugar a lo que conocemos como Trastorno de personalidad. Dentro de estos trastornos, que quede claro que no en todos, pueden afectarse áreas como cognición, afectividad, funcionamiento interpersonal y control de impulsos de tal forma que configuren la peligrosidad como un cóctel mólotov al que solo le falte eso, la chispa.

Los trastornos de personalidad más frecuentemente relacionados con los estados de más peligrosidad son los que el DSM-5 engloba en el grupo B, siendo el antisocial el más frecuente, donde hay estudios que relacionan este diagnóstico con robos con violencia, uso de armas e intimidación.

Como comenté arriba, puede haber peligrosidad sin trastorno mental, tanto por causas externas como por condiciones propias del sujeto. Así, puede haber peligrosidad en un sujeto que haya crecido en el seno de una familia de delincuentes, percibiendo el delito casi con normalidad y también puede haber peligrosidad en personas con cambios bruscos en sus biografías en las que el daño producido por una experiencia traumática extrema siempre les va a quedar por encima del delito a cometer, al que acude, por ejemplo, a modo de venganza. Peligrosidad sin trastorno mental también puede aparecer en determinados casos de adoctrinamiento extremo cuando éste ejerce un poder devastador impositivo sobre un sujeto…

En general, en estos casos de ausencia de trastorno previo, es cierto que la existencia de determinados rasgos de personalidad aislados intensamente desproporcionados y desadaptativos, pueden ser la base de la peligrosidad, sin poder diagnosticarse un trastorno de la personalidad propiamente dicho por la falta de otros criterios diagnósticos. Para algunos autores, esta circunstancia bajaría también el umbral criminógeno, necesitando menos estímulo criminal para dar paso al acto. Así, no es de extrañar que personas aparentemente normales puedan, en esas circunstancias concretas, alcanzar ese estado peligroso.

 

 

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